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  1. (Paréntesis) Yo opino...

    martes, 26 de febrero de 2008

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    Por estos días se despide un “grande”. Un “maestro”. Los medios de comunicación, radiales, televisivos y la prensa escrita le han dedicado amplios espacios a la despedida de uno de los protagonistas de este circo. Y es que lo viene haciendo desde hace tiempo. Al mejor estilo del circo de barrio, Cesar Rincón lleva más de dos años rebuznando que se va a retirar, como si fuera gran cosa. Gracias Rincón. Por retirarse, por irse de los ruedos, por dejar de asesinar, aunque dejás de asesinar en público, porque seguís criando a toros para las futuras faenas. Que triste historia esa de tu fama a costa del miedo que tienen los toros a la hora de enfrentar a gente como vos. ¡Y como no va ser fácil! Si antes de enfrentarse, en contra de su voluntad, a asesinos como vos, ya lo han torturado bastante, ya llega sangrante ante ustedes. ¡Cobarde! Gracias, Rincón, cirquero inútil de gente estúpida.




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    Tengo un blog. Eso no es gran cosa. Realmente no es importante tener un blog, pero tengo uno. Y digo lo que quiero. Escribo lo que quiero. Podría decir, con pruebas, que el señor presidente de esta Colombia tiene vínculos paramilitares. Eso lo podría decir, pero como me faltan pruebas, no puedo afirmarlo, aunque lo creo. Pero digo lo que quiero. Tengo acceso a Internet. A miles de medios de comunicación en el mundo. Puedo leer a Oppenheimer, a Obdulio, a Londoño, Gaviria (del Polo) y Faciolince. Puedo leer de izquierda a derecha y viceversa. Soy de cierta manera libre. Políticamente libre. Intelectualmente libre. Por el poder que me da esta voluntad, he de expresar la satisfacción que me da la renuncia de Fidel en Cuba. Aunque me duelen dos cosas, la primera, que el parlamento cubano no aprovechó esta oportunidad para dar un viraje a la historia triste de esta Cuba; y la segunda, que al igual que Pinoche, la hipócrita muerte salvara a Castro de lo que tiene que pagar en vida.

  2. Serie Miedos y Fobias...

    martes, 19 de febrero de 2008


    ( 1 ) Perros


    ( 1.1 ) Ratas

    — Cerebro ¿qué haremos esta noche?
    — Lo mismo de siempre Pinky. ¡Tratar de conquistar el mundo!

    En casa de mi abuela, hubo un tiempo en el que las ratas se apoderaron del sótano. Eran los tiempos en los que yo vivía con ella. Los roedores, por más trucos que mi abuela se inventaba o recordaba, también de su abuela, no desaparecían y se multiplicaban de una manera escandalosa. Era un problema de salud pública, que los vecinos del barrio no tenían por enterado.

    Después de frustrados intentos por hacer desaparecer aquellos incómodos visitantes, por aquello del buen nombre, y, a decir verdad, por aquello de la salud, nos toco armarnos de valor y formar un grupo anti-ratas con especialidad en torturas de roedores. El grupo lo conformábamos tres personas — paradójicamente, los supuestos valientes de la familia no estaban entre ese grupo — Andrés, el primo vago; Chelo, la tía política; y yo, el otro inquilino incomodo.

    Al principio fue difícil. La primera estrategia fue colocar nuestras armadas — palos de escoba — cerca de la puerta de acceso al sótano, prestos a cualquier grito de mi abuela o el de algún otro habitante que encontrábamos montados en una que otra silla o en el corredor o afuera en la acera esperando a que el grupo anti-ratas — es decir, nosotros — actuáramos cual grupo de bomberos ante una situación de emergencia. Salíamos como fuese, descalzos, en calzoncillos o en la pinta más dominguera.

    Con palos en la mano, comenzábamos a dar golpes de un lado a otro, hasta tratar de matar alguna rata. Algo no estaba funcionando, pues en tan sólo dos meses logramos matar 4 miserables roedores, y de los pequeños, es decir, de los inexpertos. Faltaba matar a los gordos, a las cabezas de todas estas invasiones.

    Pero esas fueron apenas pequeñas batallas que perdíamos, porque al final terminamos ganando la guerra. Con técnicas de alto espionaje anti-ratas esa jauría de molestos animales empezó a desaparecer. ¡Lo empezamos a desaparecer! Era tanto nuestro éxito, que nuestros servicios siguieron en casas de tíos y amigos de la familia, convirtiéndonos en asesinos sin sueldo.

    ( 1.2 ) Cucarachas

    Al ritmo de la inocencia que me daban los escasos siete años que tenía, terminé con una botella de cerveza en la mano y en ella, aparte de la famosa agüita amarilla, también se encontraban, ebrias, dos cucarachas insípidas. Me las tragué, sin problemas, en el primer sorbo. No sé, si deba aclararlo, pero acabé en urgencias del Hospital La María con una sonda dentro de la boca — aún me sabe a sangre — tratando de vomitar a las criaturas aquellas que se encontraban nadando dentro de la botella de cerveza que se encontraba en el rincón más paupérrimo de la casa.

    Desde ese día he pisoteado, lanzado, torturado y exterminado varias cucarachas. Cuando se aparecen por la pared y el grito desesperante de mi hermana interrumpe el bullicio cotidiano de mi casa, salgo cual Clark Ken a convertirme y salvar a mi indefensa hermana de este monstruo salvaje. Me divierte, en cierta medida, jugar a matar cucarachas y ratas. Porque nos invaden.

    De todos en familia, soy el único que no salto o grito o corro cuando un animal de estos urbanos aparece en escena. ¡Soy un valiente!

    ( 2 ) Perros

    Pero confieso que le tengo miedo al más domestico de todos los animales: El Perro.

    Sí, esta bien, quién no le tiene miedo a un Pitbull o a un Doberman furioso. Pero mi miedo va más allá. Sufro de perrofobia. Tiemblo cuando me encuentro de frente con un perrito o un perro o un perrote. Sufro, sudo, titubeo. En cada uno de esos episodios me acuerdo del poeta Greiff “juegos mi vida, cambio mi vida, de todos modos la llevo perdida”.

    Cuando tenía nueve años y jugaba un emocionante partido de fútbol en el parqueadero cerca de la casa de mi abuela, en el barrio Alfonso López, por allá en la 91ª de ésta Medellín; uno de esos partidos de suma resistencia, de tres, cuatro, cinco horas, de veinte, treinta goles, donde el hambre y la sed no existían — en uno de esos partidos — un canino negro, sin raza conocida, mugriento y harapiento, apareció cual fantasma en medio del lugar y todos, despavoridos, corrían hacía un sitio seguro. Yo me quedé atónito. Quieto. Sembrado en ese lugar. Quería correr, lo juro, pero las piernas se me revelaron. No se movían.

    Los desgraciados colmillos de aquel perro, de no muy pronunciada estatura, estaban clavados en mi glúteo izquierdo. Duró una eternidad pegado de mi culito. No alcancé a llorar, a gritar, a respirar. No alcancé a sentir. Imagino que lo mismo sucede cuando a uno le disparan. Uno no tiene tiempo de nada.

    De nuevo el Hospital La María me acogió y me curó. Duré meses sin poderme sentar cómodamente. Las clases las tenía que ver con una nalguita al aire. Y desde ese día, cada vez que veo los dientes, así sea del más miserable de los perros, tiemblo, sudo y se me pasa por la mente el único recuerdo que tengo de aquellos nueve años.

    Ese perro pegado en mi trasero.

  3. Un punto chiquito... dentro de otro.

    miércoles, 13 de febrero de 2008


    Una amiga viajó el año pasado a Brasil. En el hostal de mochileros al que llegó, se encontró con un británico, mono, alto, de ojos azules, de gran pecho, de manos firmes, y otro montón de cosas que ella describe mientras sus ojos se desorbitan. Cosas de mujeres. Ella, al contarnos esta historia mientras comíamos un delicioso ajiaco en casa de un amigo en común, nos decía con un pedazo de tristeza y otro de asombro, que el susodicho, del cual no me acuerdo el nombre pero que muy seguramente terminará en th, no sabía donde quedaba Colombia. Ella, como buena mujer caribeña, pues se lanzó tras la presa, y ¡oh sorpresa! Cuando el galán británico dice que no sabe donde queda Colombia. Que pocas veces en la vida a escuchado de este país, hermoso. Ella no le creyó. Pero se tomó muy a pecho el trabajo de explicárselo y enseñárselo, tanto, que el tipo terminó enamorado del poder de la mujer colombiana. Nosotros, por supuesto, al sabor del buen plato bogotano, tampoco le creímos mucho al europeo. Pero es que suena ridículo, que en este mundo tan globalizado nadie conozca o haya escuchado hablar de Colombia.

    Hace poco, en la biblioteca en la que trabajo, llegó un sudafricano, también mono y alto y empezó, sorprendido, hablar de las maravillas de Medellín. Con una sonrisita como medio ridícula y medio ofensiva, dice que él pensaba que Colombia era una selva. Que era una gran selva. Después de esas dos situaciones, me tocó reflexionar y desprenderme de ese patriotismo bobo que tengo por mi país y pensar que en realidad somos un punto muy ínfimo dentro de este monstruo de mundo.

    Y es que pienso, que lo más valioso de la marcha del pasado 4 de febrero fue que, como pocas veces a pasado, Colombia fue importante para el mundo. O bueno, para una parte considerable del planeta tierra. Que ese sólido y único grito, NO MAS FARC, fue escuchado con atención en muchas partes del mundo. Eso es lo valioso. Eso fue lo que más me emocionó al ver en la televisión esas ciudades. Que la bandera tricolor se hacía notar, así sea por una vez en la vida.

    Pensaba en lo locos que estaban en Europa, en algunas partes, al pensar que las Farc eran realmente el ejercito del pueblo. Que eran nuestros liberadores. No podía pensar cómo era posible semejante aberración. Pero con lo del sudafricano y el británico, pues ya ni los culpo. Bueno, algún día nos cansaremos de verdad de esta maldita guerra.