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  1. Uno vuelve siempre...

    sábado, 29 de septiembre de 2007

    Me crié en Castilla. De pequeño recuerdo que veía subir los buses por las empinadas calles del barrio mientras leía los cuentos de los hermanos Grimm, y lo que más me asombraba era que en el frente del bus, visible, estaba el inquietante título de “Tarifa: $90”. Me pregunté una y mil veces dónde quedaba “Tarifa” y por qué valía más que los $50 pesos que me daban para ir a la escuela. Pero las casas de chocolates, las brujas, los príncipes y reinos que me encontraba cada vez que abría el libro azul —edición pirata— de los hermanos Grimm, me sumergían en un mundo donde el precio para ir a “Tarifa” era poca cosa. Mis amigos, que nunca fueron realmente mis amigos gracias a mis inclinaciones literarias, me cuestionaban el hecho de que prefiriera leer a ir a jugar un picadito de fútbol con el combo de la otra cuadra; que apostar una carrera en “cicla” en el plan de la Iglesia de La María; que a jugar escondidijo con las niñas bonitas de la cuadra. Pensaba, en lugar de señores cargados de muchas cosas para vender de puerta en puerta, deberían existir lectores de puerta en puerta; en vez de ancianos con la Biblia en la mano predicando su interpretación de un libro, lectores de fabulas de puerta en puerta; en reemplazo de encuestadores a lo largo de la cuadra, lectores de puerta en puerta; lectores y más lectores y siempre lectores.

    El destino es así, por fortuna. Hoy soy un lector. Voy por los barrios cercanos al parque biblioteca La Quintana, cercana al barrio donde me crié, buscando gente que me escuche un cuento o un poema o el fragmento de un canto de Bécquer o de Neruda. Me la paso por las calles de la zona Noroccidental de la ciudad de Medellín motivando a jóvenes, niños, adultos y ancianos a que lean. Mi arma son unas hojas empastadas que un loco como Mejía Vallejo, Sabines, Neruda, Beneddetti, Balzac, Joyce, Carrasquilla etc., escribieron hace ya tiempo, sin saber que yo, Johansson, nacido en Medellín y aficionado a la lectura, los utilizaría como escudo para evitar el contagio de la ignorancia, el vacío intelectual y la mala educación de nuestra gente.

    Mi trabajo es hermoso. La costumbre es ley y ya de a poco se me acerca la gente y me pregunta qué les voy a leer hoy. En el parque lineal La Quintana la gente me ve y sabe que tengo algo grato que regalarles y se sientan a esperar que mi voz sea el instrumento para conocer la canción desesperada de Neruda o los amorosos de Sabines o las historias de don Manuel Mejía Vallejo.

    “Gracias por alegrarnos la tarde”, me dicen los viejos; “qué cuento tan vacano”, contestan los jóvenes; “qué poema tan hermoso”, suspiran las mamás; “qué trabajo tan bonito el que hace usted, joven”, me dicen los papás.

    Ya no vivo en Castilla, mi barrio es otro alejado de donde me crié, pero volver y de esta manera, con mis amigos los libros y ver la cara de la gente reír o asombrarse cada vez que termino de leerles y actuarles el cuento, es una de las cosas gratificantes de estos últimos tiempos.