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  1. Septiembre.

    sábado, 10 de octubre de 2009

    Se pierde uno en medio de esas montañas doblegas para dar paso a esa nueva carretera. Y llega la esperanza cuando en una curva a la izquierda, aparece cerca la estación de gasolina que anuncia la entrada a San Jerónimo. Sabe uno que quedan cerca de veinte minutos o quince, dependiendo de la virtud del conductor. Viajar en taxi no es más cómodo ni más rápido que esos colectivos de ocho personas, como creería uno. Faltan sólo quince minutos. Empiezo a sentir el calor, el insoportable, el incomodo. Espero cruzar el puente sobre el río Cauca y luego mirar el letrero gigante que da la bienvenida a la Ciudad Madre. Pero estos quince minutos son lentos. Se burlan de mí y danzan de acá y allá, de un lado al otro intentando desesperarme. No lo logran. Dejo que mi mirada se pierda en los tonos de verdes que me regala el paisaje. Y pienso en vos. De repente unas montañas ya doblegadas hace tiempo me anuncian que llegué. Regularmente el transporte intermunicipal lo deja a uno en el parque central del municipio que uno visita. Pero hace mucho, en tiempos de Festival de Cine, me había enterado que esta Ciudad Madre es vanidosa y coqueta y lo obliga a uno a caminarla. Entonces me quedo en la Variante, donde pululan motos, y comienzo a caminar esta Santa Fe empedrada. Histórica. Allí una casa que guarda secretos de una novela. Allá un café internet que guarda el último recuerdo que tengo de una amiga extrañada. Más abajo un par de iglesias, una menos rimbombante que la otra. En una se casan gentes “importantes”; en la otra simplemente gentes. Más arriba otro parque, con un nombre extraño, que cobija los helados y las cervezas. Al lado, la calle de nombre amargo… Y allí me esperan tu presencia, tus manos, tu aliento y las ganas de llegar a la habitación 102.