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  1. Serie Miedos y Fobias...

    martes, 19 de febrero de 2008


    ( 1 ) Perros


    ( 1.1 ) Ratas

    — Cerebro ¿qué haremos esta noche?
    — Lo mismo de siempre Pinky. ¡Tratar de conquistar el mundo!

    En casa de mi abuela, hubo un tiempo en el que las ratas se apoderaron del sótano. Eran los tiempos en los que yo vivía con ella. Los roedores, por más trucos que mi abuela se inventaba o recordaba, también de su abuela, no desaparecían y se multiplicaban de una manera escandalosa. Era un problema de salud pública, que los vecinos del barrio no tenían por enterado.

    Después de frustrados intentos por hacer desaparecer aquellos incómodos visitantes, por aquello del buen nombre, y, a decir verdad, por aquello de la salud, nos toco armarnos de valor y formar un grupo anti-ratas con especialidad en torturas de roedores. El grupo lo conformábamos tres personas — paradójicamente, los supuestos valientes de la familia no estaban entre ese grupo — Andrés, el primo vago; Chelo, la tía política; y yo, el otro inquilino incomodo.

    Al principio fue difícil. La primera estrategia fue colocar nuestras armadas — palos de escoba — cerca de la puerta de acceso al sótano, prestos a cualquier grito de mi abuela o el de algún otro habitante que encontrábamos montados en una que otra silla o en el corredor o afuera en la acera esperando a que el grupo anti-ratas — es decir, nosotros — actuáramos cual grupo de bomberos ante una situación de emergencia. Salíamos como fuese, descalzos, en calzoncillos o en la pinta más dominguera.

    Con palos en la mano, comenzábamos a dar golpes de un lado a otro, hasta tratar de matar alguna rata. Algo no estaba funcionando, pues en tan sólo dos meses logramos matar 4 miserables roedores, y de los pequeños, es decir, de los inexpertos. Faltaba matar a los gordos, a las cabezas de todas estas invasiones.

    Pero esas fueron apenas pequeñas batallas que perdíamos, porque al final terminamos ganando la guerra. Con técnicas de alto espionaje anti-ratas esa jauría de molestos animales empezó a desaparecer. ¡Lo empezamos a desaparecer! Era tanto nuestro éxito, que nuestros servicios siguieron en casas de tíos y amigos de la familia, convirtiéndonos en asesinos sin sueldo.

    ( 1.2 ) Cucarachas

    Al ritmo de la inocencia que me daban los escasos siete años que tenía, terminé con una botella de cerveza en la mano y en ella, aparte de la famosa agüita amarilla, también se encontraban, ebrias, dos cucarachas insípidas. Me las tragué, sin problemas, en el primer sorbo. No sé, si deba aclararlo, pero acabé en urgencias del Hospital La María con una sonda dentro de la boca — aún me sabe a sangre — tratando de vomitar a las criaturas aquellas que se encontraban nadando dentro de la botella de cerveza que se encontraba en el rincón más paupérrimo de la casa.

    Desde ese día he pisoteado, lanzado, torturado y exterminado varias cucarachas. Cuando se aparecen por la pared y el grito desesperante de mi hermana interrumpe el bullicio cotidiano de mi casa, salgo cual Clark Ken a convertirme y salvar a mi indefensa hermana de este monstruo salvaje. Me divierte, en cierta medida, jugar a matar cucarachas y ratas. Porque nos invaden.

    De todos en familia, soy el único que no salto o grito o corro cuando un animal de estos urbanos aparece en escena. ¡Soy un valiente!

    ( 2 ) Perros

    Pero confieso que le tengo miedo al más domestico de todos los animales: El Perro.

    Sí, esta bien, quién no le tiene miedo a un Pitbull o a un Doberman furioso. Pero mi miedo va más allá. Sufro de perrofobia. Tiemblo cuando me encuentro de frente con un perrito o un perro o un perrote. Sufro, sudo, titubeo. En cada uno de esos episodios me acuerdo del poeta Greiff “juegos mi vida, cambio mi vida, de todos modos la llevo perdida”.

    Cuando tenía nueve años y jugaba un emocionante partido de fútbol en el parqueadero cerca de la casa de mi abuela, en el barrio Alfonso López, por allá en la 91ª de ésta Medellín; uno de esos partidos de suma resistencia, de tres, cuatro, cinco horas, de veinte, treinta goles, donde el hambre y la sed no existían — en uno de esos partidos — un canino negro, sin raza conocida, mugriento y harapiento, apareció cual fantasma en medio del lugar y todos, despavoridos, corrían hacía un sitio seguro. Yo me quedé atónito. Quieto. Sembrado en ese lugar. Quería correr, lo juro, pero las piernas se me revelaron. No se movían.

    Los desgraciados colmillos de aquel perro, de no muy pronunciada estatura, estaban clavados en mi glúteo izquierdo. Duró una eternidad pegado de mi culito. No alcancé a llorar, a gritar, a respirar. No alcancé a sentir. Imagino que lo mismo sucede cuando a uno le disparan. Uno no tiene tiempo de nada.

    De nuevo el Hospital La María me acogió y me curó. Duré meses sin poderme sentar cómodamente. Las clases las tenía que ver con una nalguita al aire. Y desde ese día, cada vez que veo los dientes, así sea del más miserable de los perros, tiemblo, sudo y se me pasa por la mente el único recuerdo que tengo de aquellos nueve años.

    Ese perro pegado en mi trasero.